martes, 29 de noviembre de 2011

RESUMEN Y DATOS IMPORTANTES DE DON JUAN TENORIO

DON JUAN TENORIO, de José Zorrilla.

INTRODUCCIÓN
La obra narra las peripecias de don Juan Tenorio, un joven caballero entregado a una vida desenfrenada de apuestas, amoríos y duelos. El comienzo de la trama es de hecho una apuesta entre él y otro joven por ver quién en un año hace más maldad con más fortuna. Esto a su vez desencadena otra apuesta, a ser posible más descabellada, que consiste en que don Juan consiga seducir a una joven novicia, doña Inés, y a la prometida del otro joven. Don Juan con gran maestría va consiguiendo todo lo que se propone, pero cada vez su alma se va perdiendo más y más. Al final de la obra debe enfrentarse literalmente a sus fantasmas y solo el amor que por él siente la joven Inés es capaz de salvarle de perecer eternamente en el infierno.

Algo del Autor
José Zorrilla y Moral nació en Valladolid el 21 de febrero de 1817 y murió en Madrid en 1893. Estudia en Madrid con los jesuitas donde toma afición a escribir versos. Es enviado a Toledo y Valladolid a estudiar leyes en aquellas universidades, pero ya no fue posible apartarlo de sus tendencias bohemias y, tras pintorescas peripecias, le bastó leer unos versos en el entierro de Larra para alcanzar celebridad.
Meses después publica sus primeras composiciones poéticas, a las que seguirán sus obras dramáticas y leyendas, en las que palpita su alma cristiana, romántica y caballeresca.
Aunque sus éxitos se suceden sin interrupción, su vida estuvo acosada por necesidades económicas. Recorrió varios países de Europa y América, residiendo dos veces en México, donde fue recibido con grandes honores. Lector y consejero del emperador Maximiliano, al saber de su muerte, ya no quiso regresar a aquel país.
Ingresa en la Real Academia de la Lengua donde es coronado con laureles de oro en Granada. Viejo y glorioso vivió sus últimos años con una pensión asignada por las Cortes.
Según el maestro Azorín, Don Juan Tenorio "es la obra más excelsa del teatro español", que hizo popular al héroe del amor y la aventura.
Algunas de sus obras son: El zapatero y el rey, Traidor, inconfeso y mártir, La calentura y El puñal del godo.


RESUMEN

PRIMERA PARTE

ACTO PRIMERO: Libertinaje y escándalo
Comienza la acción en Sevilla por el año de 1545, estos cuatro primeros actos transcurren todos en la misma noche. Es noche de carnaval y don Juan, con antifaz, escribe en una mesa en la hostería de Buttarelli, que conversa con Ciutti, que finge como criado de don Juan. Hablan de su señor al que presenta como un caballero español, franco, rico, noble y bravo, del que, sin embargo, dice desconocer el nombre. Don Juan se dirige a Ciutti y le entrega una carta que le dice que debe ser entregada a doña Inés dentro del horario en que reza y que debe esperar de su dueña, que sabe de sus intenciones, una hora, una llave y una seña.
Habla don Juan con Buttarelli y le pregunta por don Luis Mejía. Buttarelli le dice que no se encuentra en Sevilla desde hace tiempo. Don Juan le pide alguna noticia de él y entonces Buttarelli recuerda que ese mismo día se cumple el plazo de un año en el que apostaron Luis Mejía y Juan Tenorio "quién haría en un año, con más fortuna, más daño". Don Juan le pregunta si cree que don Luis acuda a la cita y Buttarelli contesta que ojalá, pues pagan bien las apuestas, pero que no cree que ninguno de los dos se acuerde de la apuesta y ya el plazo concluye. Don Juan le dice que de todas formas prepare dos de sus mejores botellas por si acaso aparecen.
Buttarelli cree que Mejía y Tenorio ya están en Sevilla, pues aquel hombre parece saberlo bien. De pronto se asoma a la puerta y ve entre gran bullicio al forastero riñendo en la plaza. Piensa que estando los dos en la ciudad ésta anda ya toda revuelta y manda a Miguel que prepare la mesa para el encuentro de los dos hombres.
Aparece don Gonzalo de Ulloa (comendador de Calatrava) y le pregunta a Buttarelli si don Juan tiene hoy aquí una cita. El posadero le pregunta si él es don Luis y contesta que no, pero que le interesa presenciar el encuentro. Buttarelli le ofrece prepararle otra mesa cercana y don Gonzalo le dice que le gustaría verlos pero ocultamente. Buttarelli le dice que no hay ningún aposento contiguo, pero que, por ser carnaval, tras un antifaz cualquier señor se puede ocultar. Así don Gonzalo le indica que traiga el antifaz.
Mientras lo espera, declama sus razones para presenciar el encuentro, pues parece querer guardar la honra de su hija, que dice prefiere ver antes muerta que esposa de don Juan. Buttarelli le trae el antifaz y le indica que la hora del encuentro ya está muy cercana: es a las ocho y quién no se presente a la primera campanada perderá. El posadero se retira preguntándose quién será ese caballero y el hombre se lamenta de estar en ese papel, aunque se dice que todo es por el bien de su hija.
Aparece en la puerta don Diego Tenorio, que pregunta si ésta es la hostería del Laurel, si está el hostelero y si allí tiene una cita esa noche don Juan Tenorio. Pasa y se sienta al lado opuesto de don Gonzalo, dándole dinero a Buttarelli para que no haga preguntas. Don Diego se lamenta de que un hombre de su linaje deba descender "a tan ruin mansión", pero piensa que no hay humillación a la que un padre no se rebaje por su hijo. Desde el fondo Buttarelli mira sorprendido a los dos hombres.
Llegan el capitán Centellas, Avellaneda y dos caballeros para presenciar la apuesta. Saludan a Buttarelli como viejos conocidos y él les trae botellas, mientras los caballeros discuten por ver quién de los dos apostadores es más mala cabeza y hacen también sus respectivas apuestas. Le preguntan a Buttarelli, que les cuenta la llegada de un hombre extraño con antifaz que escribió unas cartas y le dio dos monedas de oro para que preparara una mesa con su mejor vino. Le dicen si no reconoció a ninguno de los caballeros y él lo niega. Unos apuestan que era don Luis y otros que se trataba de don Juan. Comienzan a dar los cuartos de las ocho, entran varias personas a la hostería y al dar la última campanada don Juan con antifaz llega a la mesa preparada, inmediatamente llega hasta allí don Luis también con antifaz.
Los dos se retan y dudan sobre su identidad. Entonces se quitan los antifaces y sus amigos se acercan a saludarlos y también los curiosos. Pronto pasan a la apuesta de quién en un año podría hacer con más fortuna más maldades. Primero don Juan cuenta sus aventuras en Italia, sus duelos y amoríos e inmediatamente don Luis hace lo mismo relatando lo sucedido en Flandes y París, cómo perdió tres veces su fortuna y cómo piensa reponerla, pues mañana se casa con doña Ana de Pantoja, rica doncella. Las historias de ambos son muy parecidas, por lo que se disponen a revisar las listas que los dos llevan con sus muertos en duelo y sus mujeres seducidas. Al hacer la cuenta don Juan aventaja en buen número a don Luis en ambos casos. Entonces don Luis desafiante le dice que sólo le falta en la lista una novicia que esté para profesar. Don Juan, altanero, le dice que acepta la apuesta y que adjuntará a ella la novia de algún amigo que para casarse esté, así le dice que piensa quitarle a doña Ana. Los dos aceptan la apuesta y hablan a solas un momento con sus criados.
Don Gonzalo interpela entonces a don Juan y le advierte que su padre le había apalabrado una boda para hacerle bien y que verlo allí le avergüenza. Don Juan le dice que se quite el antifaz, así lo hace ante la sorpresa de Tenorio y se marcha diciéndole que se olvide de doña Inés. Pero don Juan le contesta que o se la da o a quitársela ha de ir. Se planta ante él ahora don Diego que lo reprende, reniega de él y le recuerda que hay un Dios justiciero. Preguntándose quién es aquel que le habla de aquella forma le arranca el antifaz y se sorprende al ver a su padre. Don Diego y don Gonzalo salen diciendo que anulan la boda pactada, mas don Juan no se amilana y, al recibir el perdón de su padre y de Dios en el juicio final, le dice que muy largo se lo fía y que además él no ha pedido perdón.
Al salir de la hostería don Juan y don Luis son apresados por los alguaciles que cada uno de sus criados había hecho llamar delatando al contrario. Pero, antes de separarse, reafirman que la apuesta sigue en pie. Quedan el capitán Centellas, Avellaneda y otros curiosos apostando cada quién por uno de ellos.

ACTO SEGUNDO: Destreza
Aparece Don Luis Mejía escondido merodeando el exterior de la casa de doña Ana. Aparece Pascual, criado de doña Ana, y don Luis lo llama. Éste se muestra sorprendido de verlo allí, pues decían que andaba preso. Le dice que su primo, el tesorero real, le prestó dinero para que pudiera salir de prisión y le cuenta todo lo sucedido con don Juan, la apuesta y cómo teme por doña Ana, pues sabe de las habilidades portentosas del caballero Tenorio. Pascual intenta calmarlo diciéndole que don Juan se encuentra en prisión, mas don Luis le dice que, si él consiguió escapar, por qué no ha podido hacer lo mismo su adversario. Después de expresarle estos temores, don Luis le dice que la única forma en que se quedará tranquilo es pasando la noche dentro de la casa de doña Ana; de lo contrario tomará la calle aunque la justicia lo halle, pues, si hay alguien de quien se fíe menos que de don Juan, es de las mujeres. Pascual le reprende, pero finalmente acepta que pase con él la noche en su cuarto, mas le pide silencio absoluto. Cuando don Luis se dispone a entrar, le dice que debe esperar a que su amo, don Gil de Pantoja, se retire a sus aposentos a las diez, así que le pide que a esa hora espere en una reja y allí llame, y que mientras confíe en él.
Sin embargo, don Luis no puede esperar allí sin hacer nada, los nervios le corroen y no esperaba sentir tanto amor y desasosiego por doña Ana, así que se decide a llamar a la ventana. Allí le contesta doña Ana y él le cuenta de su miedo a don Juan. Ella le dice que tenga cuidado, que confíe en ella, pues mañana será su esposa. Sin embargo, don Luis le pide por su tranquilidad que le conceda un favor.
Mientras conversan, en el otro lado de la reja se encuentran don Juan y Ciutti. Éste le pregunta a su criado si ha cumplido bien sus encargos. Ciutti asiente y le entrega la llave del jardín del convento y dice que la beata le espera allí. El criado oye que hay alguien más en la reja y entonces, al darse cuenta don Juan de que se trata de don Luis hablando con una dama, deciden tenderle una emboscada. Doña Ana y don Luis se despiden quedando en que ella le aguardará allí de nuevo a las diez y le entregará la llave de la casa. Oyen que alguien se acerca y se despiden. Es don Juan que intercepta a don Luis y, cuando ambos desenvainan sus espadas, Ciutti con los suyos se colocan detrás de Mejía y lo atrapan. Don Juan se alegra de su buena suerte, pues ahora, mientras le arrebata la dama, el otro estará encerrado en su bodega. Pero de pronto oye llegar a otra mujer.
Se trata de Brígida, la beata que le trae noticias de la novicia doña Inés. Don Juan le pregunta si su paje le ha entregado un bolsillo y un papel. Ella contesta que lo debe estar leyendo ahora doña Inés y que la ha preparado con tal maña que seguro caerá rendida ante él. Le dice que está muy hermosa, sólo tiene diecisiete años, y que tanto le ha hablado de él que ya arde en su corazón una llama de amor inextinguible. Don Juan parece conmoverse ante el retrato que le pinta Brígida y ésta se sorprende, pues le creía un libertino. Él alega que "en un objeto tan noble hay que interesarse doble". Brígida le dice que las madres ya deben estar recogidas y que con la llave que le ha dado puede entrar por el claustro y llegar fácilmente a su celda. Sale Brígida y aparece Ciutti.
Le dice su escudero que por ahora está libre de don Luis y que se dispone a llamar a Lucía con una seña que tiene convenida con ella para que don Juan la pueda abordar. Llega Lucía y, al verlo, le pregunta qué quiere. Él sin preámbulos le dice que quiere ver a Ana de Pantoja. La muchacha primero se escandaliza, pues su ama se casa al día siguiente, pero rápidamente don Juan le ofrece una gran cantidad de dinero que de inmediato parece quitarle cualquier prejuicio. Quedan a las diez de la noche para que ella le entregue una llave. Don Juan se ríe exclamando que con oro no hay nada que falle, y se marchan mientras le dice a Ciutti: "a las nueve en el convento; a las diez en esta calle".

ACTO TERCERO: Profanación
En la celda de doña Inés habla con ella la abadesa, que parece comunicarle la decisión de su padre de que permanezca de por vida en el convento. La abadesa alaba su suerte pues, como no ha salido nunca de allí y no conoce el mundo exterior, tampoco lo puede añorar y, por tanto, está libre de tentación. Dice que de veras la envidia. Doña Inés suspira y la abadesa piensa que es porque hecha de menos a su aya; le dice que, cuando regrese, la enviará con ella y la manda a dormir.
Al marchar la abadesa, se dice Inés que no sabe qué tienen las palabras de la abadesa que otras veces la han convencido y hoy parecían vacías. Oye las pisadas de su aya Brígida, que al entrar cierra la puerta, aunque Inés le dice que es orden en el convento que esté abierta. Brígida le dice que así podrán hablar mejor y le pregunta si ha mirado el libro que le trajo. Inés contesta que no tuvo tiempo, pues vino la abadesa. Brígida le anuncia que el libro se lo envía don Juan. Inés, emocionada, abre el libro y cae una carta de entre sus hojas. Inocente pregunta qué y de quién será aquel papel. “De quién va a ser, sino de don Juan”, contesta el aya. La novicia suspira y le cuenta a Brígida que no hace otra cosa que pensar en el caballero Tenorio. Ella le dice que eso parece amor, pero Inés lo niega y dice no atreverse a leer la carta. Animada por su aya, por fin lee la carta de don Juan, que la va atrapando más y más hasta hacerle tragar el anzuelo entero. Cuando acaba, Brígida le dice que tal vez don Juan pueda llegar hasta allí, si tiene la llave adecuada. En ese momento se oyen pasos en la escalera y aparece don Juan.
Inés lo mira sorprendida, sin saber si es realidad o espejismo, y de la impresión cae desmayada, tomándola en sus brazos don Juan y dejando caer de sus manos la carta que éste le envió. Don Juan dice que así está mejor y que le ahorra tiempo, pues piensa llevársela y su gente abajo ya le espera. Brígida conmocionada piensa que aquel hombre es una fiera. Salen.
Entra la abadesa preguntándose dónde estarán Inés y su dueña, pues no las vio en su celda. Aparece la hermana Tornera y le dice que un caballero anciano quiere hablar con ella, que sus fueros le autorizan a pasar al convento. Al saber la abadesa que se trata de don Gonzalo de Ulloa, comendador de la orden, lo hace pasar. Éste le cuenta todo lo que tiene que ver con don Juan y le pide que traiga a su hija, pues él la quiere cuidar, ya que las gentes dicen que han visto a su aya hablando con el criado de don Juan. La abadesa manda a la Tornera que busque a doña Inés que no se encuentra en su lecho. El padre se sobresalta pues sabe que ya es hora de que esté allí y entonces encuentra la carta de don Juan, que lee lamentándose. Llega la Tornera diciendo que vio un hombre saltando por la tapia de la huerta y don Gonzalo sale corriendo, temiendo por su honor robado.

ACTO CUARTO: El diablo a las puertas del cielo.
En la quinta de don Juan Tenorio, cerca de Sevilla a orillas del Guadalquivir. En un balcón hablan Ciutti y Brígida. Ésta se encuentra molida por la cabalgada a caballo. Las doce ya dan en la catedral y a esa hora dice Ciutti que debía regresar don Juan. Brígida pregunta por qué no vino con ellos y él le responde que todavía debía arreglar unos asuntos en la ciudad. Ciutti le señala el bergantín que anclado en el río los espera para llevarlos a salvo a Italia cuando regrese don Juan. Doña Inés empieza a despertar y el escudero le dice a Brígida que se encargue de ella.
Despierta Inés sorprendida por hallarse en aquel aposento desconocido. No recuerda nada y más se sorprende al saber que se halla en la quinta de don Juan. Brígida le cuenta una historia de un incendio en el convento y cómo ella se desmayó y don Juan las salvó a las dos de morir asfixiadas, y por ser tales horas las llevó a su casa hasta la aurora. Inés le dice que se vayan de allá, pues ella tiene la casa de su padre y no le parece bien estar en la de don Juan, pero la aya le dice que están lejos de Sevilla, al otro lado del Guadalquivir. Inés le pide que huyan, pues tiene envenenado el corazón, tal vez ama a don Juan, pero algo le dice que debe apartarse de él antes de que regrese, pues si lo ve delante de ella tal vez ya no tenga fuerzas para hacerlo. En ese momento oyen ruido de remos en el río: es don Juan que regresa. Brígida le dice que sus hombres la llevarán a su casa, pero que antes deben despedirse de él.
Llega don Juan. Brígida le dice lo del incendio que contó a Inés y él le dice que habló con su padre diciéndole que se encuentra en su casa segura. Sale Brígida y don Juan despliega toda su galantería, prometiéndole con las palabras más bellas a Inés que su amor por ella es sincero y verdadero. Inés embriagada le dice que ella siente lo mismo y él le propone hablar con su padre para que le entregue su amor. En ese momento oyen llegar otra barca, manda don Juan a Inés con Brígida y aparece Ciutti diciéndole que un enmascarado se empeña en entrevistarse con él. Don Juan le dice que le permita entrar.
Don Juan se ciñe al cinto la espada y dos pistolas y manda salir a su escudero. Aparece el enmascarado que se trata de don Luis, que viene a vengar la afrenta de don Juan a doña Ana en un duelo, pues así dice que lo que apostaron fueron sus vidas y habiendo perdido él, no le queda otra opción que batirse. A punto están de comenzar el duelo cuando oyen ruidos fuera.
Entra Ciutti anunciando que llega el Comendador con hombres armados y pidiéndole a don Juan que huya por su vida, mas don Juan le pide que deje entrar al Comendador, pero sólo a él. Entonces le pide a don Luis que espere detrás de una puerta a que hable con el Comendador, pues su hija allí se encuentra y que, en cuanto acabe, se batirá con él. A regañadientes don Luis acepta.
Entra el Comendador enfurecido y dispuesto a recuperar a su hija y darle su merecido a su secuestrador. Don Juan, sin embargo, postrándose a sus pies, le pide que le perdone, pues declara que su amor por doña Inés es verdadero y que su candidez ha logrado lo que no han conseguido encierros ni sermones de curas: volverle de un demonio en un ángel. Dice que hará cuanto el Comendador señale, pagará su penitencia si al final él le permite casarse con su hija honradamente. Pero el Comendador se niega a hacerle caso y declara que nunca será su esposa, que es un cobarde y que sospecha que esta es la última de las tretas de don Juan para salirse con la suya, pero que no lo logrará. Don Juan le dice que le quiso satisfacer, pero que ahora con armas habrá de probarle su honor y valentía.
Sale don Luis Mejía de su escondite reclamando también su venganza y así quedan los dos afrentados cara a cara con don Juan. Se produce una reyerta y don Juan mata a sus dos adversarios. Sale Ciutti diciéndole a su amo que se arroje por el balcón para salvarse y así lo hace, oyéndoselo caer al río y siendo recogido por el barco que se aleja rápidamente.
Al momento entran soldados y alguaciles en la habitación, seguidos de doña Inés y Brígida. Encuentran a los dos cadáveres. Doña Inés reconoce el cadáver de su padre. Los soldados ven alejarse el barco y claman justicia por doña Inés. "Pero no contra don Juan", exclama la enamorada.

SEGUNDA PARTE

ACTO PRIMERO: La sombra de doña Inés.
Panteón de la familia Tenorio. Estos tres actos restantes suceden en una noche, cinco años después de lo sucedido anteriormente. En el hermoso jardín del cementerio se pueden observar en primer término los sepulcros de don Gonzalo de Ulloa, de doña Inés y de don Luis Mejía. Detrás de estos, se observa el sepulcro de don Diego Tenorio.

El escultor, admirando su obra ya terminada, se dispone a marcharse cuando llega don Juan embozado. Le pide al escultor que le explique, pues hace tiempo que falta de España y encuentra este recinto muy distinto. El escultor le dice que antes aquello era un palacio que se convirtió en panteón por deseo de su propietario. Le dice que es una famosa historia a la cual él debe su fama y don Juan le pide que se la relate. El escultor le narra cómo habitó allí un caballero, don Diego Tenorio, que tuvo al peor de los hijos, así que dejó su hacienda al que la convirtiera en panteón, con la condición de que se enterrara en él a aquellos que habían perecido por la maldad de su hijo. Le cuenta que él es el escultor que hizo todas las estatuas y le pregunta si conoció a los difuntos y al tal don Juan. Éste asiente y va reconociendo las estatuas allí presentes y, tras defender el honor de tal caballero don Juan, de pronto divisa la estatua de doña Inés. Pregunta si ella también murió y el escultor le contesta que, al parecer, murió de sentimiento al volver al convento abandonada por don Juan. Éste le pide al escultor que le deje solo y le entregue las llaves del campo santo, mas cuando le dice que es imposible descubre su identidad y amenazándolo le hace entregar las llaves.
Queda sólo don Juan en el panteón, observando que a los que la vida quitó dio una buena sepultura. Parece meditar sus acciones pasadas y así se dirige a la estatua de doña Inés diciéndole que desde que tuvo que huir no pensó en otra cosa que en ella y ahora, que por fin consigue regresar, lo hace para encontrar su sepultura. Se apoya en el sepulcro y esconde su rostro entre sus manos como si llorara. De pronto, un vapor envuelve la estatua de doña Inés y ésta desaparece. Don Juan sale de su estupor, cree sentir un ser sobrenatural y ve que la estatua ha desaparecido.
Aparece la sombra de doña Inés hablándole a don Juan. Éste cree enloquecer y escucha sus palabras. Ella le dice que ofreció su alma a Dios en precio del alma impura de don Juan y éste le dijo que, si tanto lo quería, allí en su sepultura esperase a don Juan, y que su salvación dependerá de que él se arrepienta; mas, si no lo hace, junto a su alma la de doña Inés perecerá. Así le dice que esa noche obre con conciencia pues es la fecha en donde se decidirá su destino y, diciendo esto, desaparece la sombra de Inés. Todo queda como antes, menos la estatua que no vuelve a aparecer.
Don Juan queda atónito y piensa que todos son imaginaciones de su conciencia y reta a los difuntos a que salgan, para que él de nuevo los regrese a sus sepulturas.
Aparecen el capitán Centellas y Avellaneda llamando a don Juan Tenorio. Éste, al verlos, los trata de espectros, mas ellos se identifican como amigos y lo saludan. Le preguntan qué hace allí y él les contesta que habla con sus difuntos. Ellos se mofan y le preguntan si tiene miedo de ellos, y él, altivo, lo niega. Le piden que esa noche les cuente la historia de su regreso a Sevilla. Los invita a cenar esa noche a su hacienda para contarles la historia, pero, antes de marcharse, para demostrar que no tiene miedo a los espectros, convida a la cena al Comendador, dirigiéndose a su sepulcro. Centellas le dice que eso no es valor, sino locura, mas don Juan reafirma su invitación.

ACTO SEGUNDO: La estatua de don Gonzalo.
En el aposento de don Juan cenan sentados a la mesa con él, Centellas y Avellaneda. En la mesa se ve un cubierto más y una silla desocupada.
Don Juan relata cómo recibió el favor del emperador que le permitió regresar a Sevilla y cómo compró inmediatamente una casa amueblada que se vendió barato como pago a acreedores. Sirven vino y don Juan le dice a Ciutti que sirva al Comendador. Sus amigos se ríen de él, mas les indica que, aunque un amigo no haya podido venir, no va a dejar de servirle como debe. Ríen y, mientras brindan, se oye un aldabonazo en la puerta de la calle. Manda don Juan a Ciutti que abra, pero él regresa diciendo que no se ve a nadie fuera. Vuelven a llamar y don Juan le dice a Ciutti que le dé un pistoletazo al bromista. Suenan más aldabonazos, pero esta vez en la escalera. Don Juan les dice a sus amigos que se trata de una broma por ellos tramada, pero los señores lo niegan. Mientras los aldabonazos suenan cada vez más cerca. Don Juan cierra los cerrojos de la puerta de la sala y les pide que vuelvan a cenar. Llaman ya a esa puerta y entonces Tenorio reta a los que llaman, pues si se trata de muertos por la puerta cerrada deben poder pasar. En ese momento la estatua de don Gonzalo pasa por la puerta sin abrirla y sin hacer ruido.
Centellas y Avellaneda caen desfallecidos al ver aquel portento. La estatua del Comendador le pregunta por qué se asombra de encontrar allí al que él mismo convidó. Don Juan reconoce la voz del Comendador y le dice que, como no sea un espectro, no saldrá vivo de allí. La estatua le avisa de que Dios le concedió el derecho a asistir a aquella cita para avisar a don Juan de que hay una eternidad después de la vida y que él ha de morir mañana, por lo que Dios todavía le concede ese plazo para que ordene su conciencia. Entonces lo convida a que mañana se encuentre con él pagándole así la visita. Don Juan acepta la invitación, pero dice que antes quiere cerciorarse de que se trata de un espectro. Toma su pistola pero, antes de que pueda disparar, éste desaparece atravesando la pared.
Don Juan duda de su visión y cree que sea causa de los licores ingeridos. Llama entonces a doña Inés que antes le dijo que a su lado aparecería si la necesitaba y entonces, traspasando la pared, aparece la sombra de la difunta. Ella le insta a que mañana acuda a la cita y con cordura acepte la muerte. Ese día sus cuerpos dormirán en la misma sepultura. Desaparece la sombra.
Queda don Juan sorprendido y nervioso y piensa que fue una treta de sus amigos que fingieron estar dormidos y tal broma le jugaron. Los despierta preguntándoles si es esto cierto mas los dos dicen no saber nada y creen, sin embargo, que es don Juan el que los ha dormido con un veneno para luego poderles contar la historia de los difuntos. Se ensartan en tal discusión que acaban retándose a duelo.

ACTO TERCERO: Misericordia de Dios y apoteosis del amor.
En el panteón de la familia Tenorio aparece don Juan, embozado y distraído, lamentándose por la muerte de sus dos amigos, que dice buscaron su propia ruina. Ve que falta la estatua de don Gonzalo y llama al Comendador. El sepulcro se cambia en una parodia de mesa de convidado, con culebras, fuego y cenizas. Todos los otros sepulcros se abren y aparecen las osamentas de las víctimas de don Juan y la estatua de don Gonzalo. La única tumba que permanece es la de Inés.
La estatua le dice que ya su tiempo expira, pues el capitán lo mató fuera de su casa. Don Juan exclama que ya no hay perdón para él y la estatua le pide que le dé la mano en señal de despedida. En ese momento exclama que, como desaprovecha su último momento de redención, de su mano ha de ir al infierno. Don Juan se intenta zafar de la mano de piedra, mas todos los muertos se ciernen ya sobre él. Don Juan se hinca de rodillas pidiendo perdón al cielo con una mano levantada. En ese momento, aparece doña Inés tomando la mano de don Juan y dice que al entregar su alma salvó a la de su amado. Manda a los muertos regresar a sus sepulcros y exclama que el amor salvó a don Juan. Cae doña Inés sobre un lecho de flores y a su lado cae don Juan. De sus bocas salen sus almas como dos llamas brillantes que se pierden en el cielo al compás de la música.


PERSONAJES
·         Don Juan Tenorio: Es el protagonista de la obra que lleva su nombre. Caballero rico, noble, bravo, español y pendenciero. Persigue siempre amoríos, aventuras y peleas; es la causa constante de males entre sus semejantes. Al final solo será redimido por el amor de su dama doña Inés.
·         Don Luis Mejía: Caballero adversario de don Juan. Una apuesta entre los dos es la causa de toda la trama de la obra.
·         Don Gonzalo de Ulloa: Padre de doña Inés. Aunque primero concierta la boda de su hija con don Juan, al enterarse de que es un canalla, lucha porque ésta no se lleve a cabo y salvar el honor de su hija.
·         Don Diego Tenorio: Padre de don Juan al que trata de alejar de su vida de calavera, sin conseguirlo, por supuesto.
·         Doña Inés de Ulloa: Joven novicia que va a ser casada con don Juan. Al final la boda es cancelada, pero ella forma parte de la apuesta entre los dos jóvenes caballeros. Su amor salva a don Juan del infierno.
·         Doña Ana de Pantoja: Prometida de don Luis, es la otra parte de la apuesta entre los rivales.



INFORMACIÓN ADICIONAL SOBRE DON JUAN TENORIO

Don Juan Tenorio es una obra teatral del Romanticismo en la que apreciamos la importancia del aspecto histórico, del retorno a la Edad Media y de la revaloración de dramas y dramaturgos del Siglo de Oro.

Don Juan Tenorio es la obra más representativa del teatro romántico español con su poder de parodia clásica; es un muestrario de ecos del Siglo de Oro. Según el propio Zorrilla, su Don Juan es una refundición del Burlador de Sevilla y del Convidado de piedra, de Zamora. Es un retorno a la imagen más tradicional y tópica de la leyenda.
Sus rasgos de héroe romántico y lo esencial de la intriga y la acción cobran vigor con la presencia del antagonista Luis Mejía, de una personalidad paralela a la de don Juan, si bien más esquemática y desdibujada.
Al misterio inicial del héroes, acompañan elementos carnavalescos como antifaces, máscaras, disfraces, embozados, duelos y peleas callejeras, apuestas sobre vicios y crímenes, el tiempo con calidad dramática, la noche de luna y misterio en las calles sevillanas, encarcelamientos, tapias de conventos asaltadas, celdas de clausura mancilladas, sacrilegio y rapto, caballos briosos apostados y bergantín fugaz dispuesto, el río Guadalquivir profundo y enigmático, muertes a fuego y espada y huida veloz del héroe arrebatado por un vértigo infernal de desesperación.
En la segunda parte, una vez abierto el panteón de la familia Tenorio, encontramos sepulcros, estatuas de piedra, sauces llorones inclinados sobre las tumbas y cipreses enhiestos hacia lo alto en una noche de luna plateada y gélida. Pasos meditabundos y nostálgicos de don Juan, sombras de ultratumba, la estatua animada del Comendador, invitación temeraria, banquete, brindis, euforia en casa de don Juan, seguidos de duelos y muerte; cena paródica en el sepulcro del Convidado de piedra, espectros, osamentas, sudarios y sombras macabras. El reloj de arena, campanas fúnebres y cantos funerarios; arrepentimiento y apoteosis final del amor. Dos almas brillantes como llamas ascienden hacia el Cielo entre músicas angelicales al esclarecer el alba de un nuevo día que aterrará a los sevillanos.

Al final de la obra, vemos una cuestión teológica: la salvación por el amor. Don Juan Tenorio se arrepiente de su comportamiento porque ama a doña Inés y, como premio a ese arrepentimiento su alma se salva, es decir, recibe el perdón de Dios.


lunes, 28 de noviembre de 2011

COMENTARIO DE TEXTO 1: EL ESTUDIANTE DE SALAMANCA (fragmentos)

PRIMER COMENTARIO DE TEXTO: EL ESTUDIANTE DE SALAMANCA (fragmentos)

PRIMER FRAGMENTO
El primer fragmento que comentamos presenta un tono elegíaco, con la particularidad de que quien habla (o escribe, en este caso) es quien va a morir. Se trata de una despedida de este mundo (“¡Ah! Para siempre adiós”) en la que no se arrepiente de la causa de su muerte: el amor que sintió por don Félix y su posterior abandono.
En el verso 6 vemos el tópico del “Ubi sunt?”: “que para siempre ¡mísera! perdí…”.
Este fragmento poético perteneciente a la obra El estudiante de Salamanca de José de Espronceda es una octava real, ya que son ocho versos endecasílabos con rima consonante según el siguiente esquema: ABABABCC.

SEGUNDO FRAGMENTO
Este fragmento tiene carácter dramático porque se trata de una acción que nos es transmitida por el autor a través exclusivamente de los personajes.
La respuesta que don Félix da a don Diego responde al tópico romántico, puesto que en el concepto de amor que Elvira sintió manifiesta una pasión arrebatadora que es capaz de provocar la muerte de quien la padece (sentimientos exaltados).
A nivel de forma, diremos que el asíndeton que predomina en este fragmento (“Era vuestra hermana hermosa: / la vi, me amó, creció el fuego, / se murió…”) provoca un efecto de sucesión vertiginosa de causas y efectos, de un proceso vivido muy rápido.
En cuanto a la estrofa, es una redondilla: cuatro versos octosílabos con rima consonante según este esquema: abba.

TERCER FRAGMENTO
El tema de este tercer fragmento es la persecución fantasmagórica de don Félix que le hará encontrarse con su propio entierro.
El contenido del fragmento puede dividirse en tres partes: en la primera (versos 1 a 21), vemos la persecución por las calles; en la segunda (versos 22 a 28), encontramos la danza de los espectros; y en la tercera parte (versos 29 a 34) se ve el doblar de las campanas por la muerte del propio don Félix.
En cuanto a su estructura externa, podemos decir que se trata de un romance (una tirada indeterminada de versos octosílabos en la que riman asonantes los pares, quedando libres o sueltos los impares). Esta estrofa es de gusto romántico porque era una estrofa muy cultivada en la Edad Media y porque se trata del esquema métrico más autóctono, prototípico de la poesía castellana.
Pasando a hablar de la lengua usada en el texto, nos centraremos en los recursos o figuras literarias. En primer lugar, nos fijamos en el polisíndeton que predomina a lo largo de todo el fragmento, el cual produce un efecto de sucesión infinita, de repetición, de laberinto. A continuación, en la metáfora “en cien lenguas de metal”, con la cual se alude a la enorme distancia a la que llegaba el estruendo de todas las campanas (metal) sonando juntas.
En lo referente al carácter narrativo que poseen estos versos, afirmamos que, aunque el tiempo verbal utilizado es el presente (cruzan, tiene, dejan de andas, atraviesa, pasan, vuelven…), que no es el más propio de esta tipología textual, sí se trata de una narración en verso. Son todos verbos de acción y, si se usa el presente, es con un valor estilístico de pasado que busca acercar los hechos al lector e impactarle en mayor grado.
Además, propio de la narración es su combinación con otro tipo de texto: la descripción, lo cual vemos en la gran cantidad de adjetivos descriptivos que aparecen en estos versos: fantásticas, eterno, macizas, negras, perezoso, monótono, misteriosos, grotescas, torpe…

CUARTO FRAGMENTO
Para comenzar este comentario, explicaremos la relación que guarda el texto con la época a la que pertenece: el Romanticismo (s. XIX). Los elementos terroríficos (el esqueleto que intenta besar a Montemar), la muerte, la abundante adjetivación impactante (cariado, lívido, fríos, cavernosa, descarnada, amarilla…), la rebeldía y el coraje de Montemar, que no siente miedo sino rabia por su impotencia, son propios de este movimiento cuyos temas son, entre otros, la furia de la naturaleza, los sepulcral y tenebroso y la angustia existencia (reflejada en esta naturaleza).
En cuanto a contenido, diremos que el texto refleja que el esqueleto pretende besar a don Félix, es decir, pretende castigar su lujuria. Su reacción no es de miedo, ni siquiera de asco, sino de furia.
A nivel externo, tenemos ante nosotros una estrofa original, ya que tiene el esquema de una copla tradicional, pero con versos endecasílabos y con el siguiente esquema métrico: -AAB–CCB.
Por último, destacaremos una serie de adjetivos que presentan connotaciones negativas o macabras: fantásticas, negras, perezoso, monótono, misteriosos, grotescas, torpe.


NB: el orden de un comentario no responde al orden que presentan estas actividades; por lo tanto, en estas respuestas aparece todo un poco mezclado.

viernes, 25 de noviembre de 2011

RECREOS LITERARIOS: LA NARANAJA MECÁNICA

En los recreos literarios de hoy, hemos podido disfrutar de una magnífica exposición a cargo de Theodor Lerca, de 4º ESO.
Para aquellos que no han podido asistir, aquí tienen su exposición.

LA NARANJA MECÁNICA



LA NARANJA MECÁNICA, DE ANTOHNY BURGESS

1)      Opinión personal
He elegido este libro porque, antes de que empezase el curso 2010-2011, durante las vacaciones de verano, vi la película. Pensé, tras verla, que sería mejor leer el libro que ver la película y, cuando estuve en 3º ESO, leí el libro.
Este libro me gustó porque es un libro entretenido. Pienso que os podría gustar porque, leyendo este libro, se puede conocer cómo es la sociedad de hoy en día en el Reino Unido. Y es enriquecedor conocer otras sociedades.

2)      El título
Burgess mencionó que el título se deriva de una expresión cockney (habitante del East End londinense) que era tan rara como “una naranja de relojería”.
El libro podría haberse llamado A clockwork orange. Burgess mencionó que este título sería ideal para una historia acerca de la aplicación de los principios pavlonianos a un organismo que cuenta con color y dulzura como una fruta. Alude a las respuestas condicionadas del protagonista a las sensaciones de maldad, respuestas que coartan su libre albedrío.

3)      Argumento
Alex, un chico de quince años, siempre iba con sus amigos a beber leche con drogas en el bar “Korova” y usar la ultraviolencia contra los inocentes. Alex y sus amigos iban a la casa de un escritor para cometer un delito: atacar al escritor y violar a su mujer. Al día siguiente, Alex finge con su madre que le duele la cabeza porque no quiere ir a la escuela. Alex va a la tienda de discos para ver si tienen un CD de música clásica (porque le gustaba Beethoven).
Acogió a unas niñas de diez años en su casa. Las niñas querían escuchar música y, como Alex estaba harto, las violó al ritmo de la novena sinfonía de Beethoven. Después de lo ocurrido, se va a la casa de la señora de los gatos y Alex, al entrar furtivamente en la casa, mata a la señora y es traicionado por sus amigos.
Después de la conversación con los policías, es sometido a catorce años de cárcel y también a un tratamiento contra la violencia aprobado por el Gobierno: la técnica Ludovico. Los efectos de la técnica se han notado en Alex y después todo  ha cambiado. Georgie, uno de los amigos del protagonista, ha muerto en un atraco, los padres de él le sustituyen por un hombre, etc.

4)      Personajes
-          Alex: el protagonista de la historia. Tiene quince años y narra la historia (porque el libro es en primera persona).
-          Los amigos de Alex: Bill, George y el Lerdo; son los compañeros del protagonista que le acompañan para usar contra la gente inocente la ultraviolencia para reírse.
-          Señor Deltoid: el tutor de Alex que se enfada con él por no seguir sus consejos.
-          Los padres de Alex: ellos no tienen la menor idea de lo que su hijo hace por la noche.

5)      Vocabulario “nadsat”
El “nadsat” es una jerga juvenil que proviene del ruso. En el libro aparece un glosario. Ejemplos de este vocabulario:
-          Militro: policía.
-          Noloko: leche.
-          Grudos: pechos.
-          Siny: cine.
-          Beruño: loco.
-          Drecomena, synthemesa, vellocet: drogas.

6)      El método Ludovico
Es un tratamiento basado en el condicionamiento clásico. Consiste en parear un estímulo incondicionado (que produce vómitos) con un estímulo condicionado (imágenes visuales y de ultraviolencia) con el propósito de que a través de la repetición de dicho pareo, el individuo termine respondiendo a las imágenes de la misma forma en la que responde a la droga con malestar físico.

7)      Película
En 1971 se estrenó la película, basada en el libro homónimo, dirigida por Stanley Kubrick y con Malcolm McDowell como Alex. El director prohibió la película en Reino Unido por su contenido explícito y por la excesiva violencia. La prohibición de la película estuvo hasta el 2000.




jueves, 24 de noviembre de 2011

LAURA GALLEGO, PREMIO CERVANTES CHICO 2011



El Ayuntamiento de Alcalá de Henares ha anunciado hoy que la escritora Laura Gallego recibirá el “Premio Cervantes Chico 2011“, galardón que otorgan el Ayuntamiento de Alcalá de Henares junto con la Asociación de Libreros y Papeleros complutenses, para reconocer la labor de escritores de literatura infantil y juvenil.
El concejal de Educación, Francisco Bernáldez, ha querido destacar la “aportación de Laura Gallego a la literatura dirigida a los más jóvenes, género en el que ha publicado una quincena de títulos que han cumplido uno de los objetivos del Premio, que es iniciar a los escolares en el hábito de la lectura y animarles a que nunca lo abandonen”.
El Premio “Cervantes Chico” nació con el objetivo de potenciar la literatura infantil y juvenil, “para dotarla del reconocimiento que se merece, y no como un género menor”. Además, con este premio se pretende relacionar la ciudad de Alcalá de Henares, tan estrechamente ligada al mundo de las letras, con la literatura infantil y juvenil.
En la pasada edición, el galardonado fue Fernando Lalana, que recibió el Premio de manos de la Princesa de Asturias en un acto celebrado en el Teatro Salón Cervantes. La lista de autores reconocidos incluye nombres como Juan Muñoz (1992), Montserrat del Amo (1993), Gloria Fuertes (1995), Concha López Narváez (1996), Joan Manuel Gisbert (1997), Martín Casariego (1998), Elvira Lindo (1999), Santiago García-Clairac (2004), Marinella Terzi (2005), Ricardo Gómez (2006), María Menéndez – Ponte (2007), Alfredo Gómez Cerdá (2008), Pilar Mateos Martín (2009), Fernando Lalana (2010) y, ahora, Laura Gallego (2011), que recogerá el premio en octubre.
Laura Gallego García (1977; Quart de Poblet, Valencia) escribe desde que tenía 11 años, aunque vio su primer libro publicado, Finis Mundi, diez años después. Entre sus obras más conocidas destaca la trilogía Memorias de Idhun, pero también títulos como Crónicas de la Torre, Dos velas para el diablo, La emperatriz de los etéreos, Las hijas de Tara o Alas Negras. El próximo mes de octubre, la editorial SM publicará en castellano y catalán el nuevo trabajo de Laura Gallego, Donde los árboles cantan, que también se lanzará en Chile, Argentina, Uruguay, Perú (octubre 2011), México y Centroamérica (noviembre 2011), Colombia (febrero-marzo 2012) y Brasil (agosto 2012), según confirma la página web de la autora, www.lauragallego.com .

Fuente: pizcadepapel.info

viernes, 18 de noviembre de 2011

EL GATO NEGRO (EDGAR ALLAN POE)

EL GATO NEGRO

Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu.

Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que barroques. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos.

La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos. Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando los daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui hombre hice de ella una de mis principales fuentes de goce. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los goces que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural.

Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato.
Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas. No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo.
Plutón —se llamaba así el gato— era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.

Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento —me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.

Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.

Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción.

Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho.

No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?.
Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.

En la noche siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de: "¡Fuego!" Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado, y me entregué desde entonces a la desesperación.

No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: "extraño", "singular", y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda.

Apenas hube visto esta aparición —porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía.

Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.

Hallábame sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.

Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces.
Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer.

Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza, y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia.

Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.

Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal.
Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos.
En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!.

Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio, una bestia bruta engendraba en mí en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.

Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La mas paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces.
Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido.

Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consideré el mas factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas.
La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho tiempo había sido cubierto en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad.
Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso.

No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique.
Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: "Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso".

Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche se presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma.
Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Incoóse una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.
Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de Policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación.

Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me altere lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí l sótano de punta a punta, cruce los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.

–Señores —dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa construida —apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros... ¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez.
Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón.

¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se hinchó en un prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano. Un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación.
Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse en los escalones los gentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.

Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba. 


Edgar Allan Poe